En este contexto generalizado de corrupción en su Gobierno y en su partido, el cargo no solo le protege: le confiere una posición activa. Si el Supremo solicitara un suplicatorio para investigarlo, la decisión pasaría al Congreso. Y ahí Sánchez dispone de margen de maniobra para bloquearlo o dejarlo morir. Una decisión que en absoluto sería inocua. El rechazo del suplicatorio obliga al Tribunal Supremo a acordar el sobreseimiento libre, es decir, a absolverlo sin investigación, sin juicio y sin sentencia. Y eso, para alguien cercado por los escándalos, es un incentivo más que suficiente para no moverse de donde está.
Pero las prerrogativas parlamentarias no son la única razón, ya que a ellas se suma una segunda, igual de decisiva: el control de la Fiscalía. No como institución abstracta, sino como herramienta concreta. En los asuntos que afectan a su entorno más íntimo, el comportamiento del Ministerio Fiscal ha dejado de ser el de acusador público para adoptar, con alarmante naturalidad, el papel de un abogado defensor que demuestra una actitud beligerante contra los jueces instructores que investigan a sus familiares. Sánchez no puede permitirse perder ese control. Un relevo en el poder implica un relevo en la cúspide de la Fiscalía General del Estado. Y con él, un más que probable cambio de criterio. Eso sí que sería un riesgo real.
La tercera razón es el control de la cúpula de los cuerpos policiales que investigan la corrupción. Saber qué se investiga, a quién y por dónde va el asunto permite anticiparse: preparar estrategias jurídicas, ajustar el discurso político y cerrar filas antes de que el caso estalle. Y, cómo no, hacer desaparecer o manipular pruebas. Este acceso temprano a la información no deja rastro en los sumarios, pero altera por completo el equilibrio del proceso. Quien sabe antes, juega con ventaja, porque quien controla Interior controla los tiempos. Y quien controla los tiempos, controla el relato, que ha sido, es y será la gran preocupación de Pedro Sánchez.
Por último, queda la bala en la recámara: los indultos. Una prerrogativa que Sánchez, como Presidente, ya ha demostrado estar dispuesto a utilizar sin rubor cuando conviene a su supervivencia política. Mientras gobierne, existe la posibilidad de concederlos. Para parientes, para aliados, para subordinados. Fuera de Moncloa, esa posibilidad se evapora.
Así que no, Sánchez no se queda porque crea que España lo necesita. Se queda porque él lo necesita. Aguantará hasta 2027 si puede. Aunque tenga que dinamitar instituciones, tensionar la separación de poderes y vaciar de sentido las reglas del juego. Para Sánchez, la gobernabilidad importa un comino. Lo único que de verdad le ata al cargo es su propia impunidad. Y por eso no se quiere ir.
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