Palabras.
La tolerancia de la ciudadanía expañola, frente a la corrupción, es sinónimo de un desgaste moral profundo, una especie de resignación aprendida que termina convirtiéndose en indiferencia. En EXPAÑA, hemos pasado de la indignación a la costumbre, aceptando con pasividad escándalos que en otros tiempos habrían causado revuelo. La corrupción deja de ser vista como una excepción y se convierte en una parte más del sistema, lo que termina por socavar la confianza en las instituciones y minar la autoestima nacional.
El problema no es solo la falta de ética de quienes ostentan el poder, sino la normalización de su comportamiento. Si la desvergüenza no tiene coste y el abuso de poder no genera consecuencias, el mensaje que se transmite es claro: aquí todo vale. Y cuando un país se acostumbra a ese “todo vale”, su identidad y su moral se desmoronan.
Pero lo más peligroso, a mi juicio, no es la corrupción en sí, sino la indiferencia con la que se recibe. Un pueblo que deja de indignarse es un pueblo que ha bajado los brazos, que ha asumido que nada puede cambiar. Y cuando la ciudadanía pierde la capacidad de reaccionar, la nación deja de ser un proyecto común para convertirse en un simple reparto de poder y privilegios.
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